martes, 4 de septiembre de 2012

Septiembre.


El rastro salado de sus lágrimas se perpetuaba en sus mejillas. Sus uñas, rotas, pintadas a medias, yacían hartas de soportar los arrebatos de esa mujer a arañarse, a destrozarse físicamente como lo estaba por dentro. Nada que sus nudillos heridos desmintieran. Al menos escondía sus labios raídos tras el rojo de su carmín. No pasión, sangre.
Aún así se decidió. Camufló sus ojeras y el rímel que desfiguraba su mirada tras unas Ray-Ban, esquivando al espejo. No maquilló su pálida tez ni acicaló su despeinado pelo. Simplemente se calzó unos tacones y salió de su cárcel a pasear su tormento. Siempre quiso deshacerse por las calles de Madrid. Que sus esquinas compadecieran su vacío.
Y él todavía no está seguro de en qué momento se enamoró de su desastre. Tal vez fue sólo su escote. Tal vez cuando, al cruzarse, su olor a llanto y sábanas le embriagó los sentidos. Tal vez la mueca de sus labios que le hizo envidiar al cigarro que la serenaba. Tal vez fue el sonido de sus respiraciones rasgando el aire, de sus suspiros. Tal vez al entender que le dolían los latidos. Tal vez fueron sus andares dolidos o sus caderas de musa. Tal vez su delirio palpable. Tal vez fue que se dio cuenta de que algo, por muy bello que sea, puede romperse. O de que lo roto es sumamente bello.
Pero es que, sin saber cómo, él la vio. La miró como jamás alguien lo había hecho, y consiguió sentir en ella hasta su más remoto pensamiento hacia el ‘boom’. No sabía si alegrarse o compadecerse, porque de repente sentía la acuciante necesidad de restaurarla, de que no sufriera, de que volviera a la vida. Quería hacerla. Hacerla, por fin.
Hacerla y que pudiera decir: "Es ella". O hacerla de una vez suya, pero hacerla. Quería sentir, aunque estuviera lejos: los nudos de su  pelo seco y las grietas de sus labios rojo carmín. Tocar sus manos: suaves, aunque con cortes.
La miró donde nadie supo verla. Donde todo estaba todo en peligro de derrumbe, en ruinas.
El único que podía sentir su corazón roto y su alma herida.

Ella seguía en su mundo de sueños hechos trizas, aunque jamás soñó con nada. El tacón de aguja ya roto por haber caminado tanto y sus medias arañadas por sus propias uñas. Se propuso ir descalza por las calles de Madrid. Acariciar sus paredes, sentir el arte que había en ellas. 
-Quiero ser. -susurraba.
Apenas pudieron salir otras palabras de su boca. Volvió a agachar la cabeza e, impotente, una vez más, decidió correr. No sabía hacia dónde, ni el por qué de aquel arrebato suyo. Pero lo hizo.

El estrépito de sus sollozos ya había acabado. La Luna apenas brillaba y. Las luces que parpadeaban por aquellas calles. Algo no iba bien. Nada iba bien.
Seguía caminando como si nada hubiera pasado: con sus tacones en mano y. Erguida.
Un Porsche se le acercó. La luz le cegó los ojos pero. Sintió su vacío llenarse por primera vez.

Él, en ese momento supo que quería despojarla de todas sus prendas y que las sábanas fueran su mejor vestido esa noche. Y todas las que quedaran. Aunque, sólo pudo dedicarle una sonrisa.
-¿Dónde vas? -preguntó, aún con esa sonrisa.
-A... Nada. No sé adónde voy. Ni qué hago aquí.
-Vaya. Si quieres te llevo a casa.
-No. Gracias.
Como si nada hubiera pasado ella siguió caminando por aquellas calles, y esa sonrisa que habitaba en él se esfumó. Como si fuera magia. Se echaban de menos, los unos a los otros. Esperando aquel encuentro que cambiaría sus vidas. Esperando la felicidad que aquella chica ansiaba tanto.Caminaba seria, con el Sol reflejado en sus tobillos acompañada de música en sus cascos. Ebria de soledad y estoica ante la muerte.
Pero él seguía soñándola. Imaginaba sus caderas zarandeándose por su pasillo, sus uñas arañando la piel de su espalda, su cuerpo sobre él, su respiración en su cuello, sus gemidos sobre su colchón, su cintura llamándole, su pecho únicamente cubierto por una de sus camisetas…
Pompeya en ella y él ansiando resurgirla de sus cenizas. La voz cansada de Sabina entonaba el “Pongamos que hablo de Madrid”, cuyas notas le invadían mientras se desvestía, pensándola. Esos acordes le cantaban a un Madrid que él ya sólo reconocía en los ojos de esa muchacha.
Cuando sonó el timbre.
-“VEN A JODERTE CONMIGO.”
Y se besaron. Ni ella sonrío por fin ni él fue feliz para siempre. Simplemente se besaron, pero.
La hizo. Aquella noche la hizo.


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