Te has ido y junto a ti te has llevado mis ganas. Las ganas de volver a escribir, o las de volver a leerme. Aquí todo está como lo habías dejado antes de haberte marchado: destrozado. Tus libros ya no los toco por el simple hecho de que si lo hago me rompo. Tus maletas están junto a la puerta, por si decides volver y llevarte todo lo que has olvidado y... si lo haces, ten cuidado; los trozos de mi corazón roto están esparcidos por el suelo y puedes llegar a pisarlos.
Aunque, no te preocupes, yo ya no estoy allí. Abandoné aquella casa en un intento desesperado de desanclarme del pasado.
No me juzgues, pero necesitaba deshacerme de tu fantasma, presente en cada nota de aire que me oxigenaba. Ansiaba despegar tu sombra de mi piel y pensé en prender los recuerdos con ella dentro. Por suerte para ti, no lo hice, sino que me calcé unos tacones y salí en busca de un remedio a mi delirio. "Madrid me lo pondrá fácil", pensaba al cerrar la puerta, consciente de que jamás volvería a sostener aquel pomo que helaba mis dedos.
De aquello ya hace mucho, cielo. Y qué ingenua fui. Esta ciudad sólo me ha puesto baches, aunque todavía la amo. Así que aquí sigo, entre avenidas y aceras, entre espejismos. Deambulo por las esquinas y me entrego.
No me juzgues, vida, me dejaste con un gato y un paquete de cigarros en memoria de la excusa que ni siquiera tuviste el coraje de inventar.
No puedo decirte que estoy bien, pero tampoco puedo decirte que la tristeza es lo único que me envuelve.
¿Sabes? Quería irme. Quería irme antes de que tú dejaras aquella nota entre los huecos vacíos que dejaban mis libros viejos. Esa nota tan fría en la que sólo había un triste y amargo "Adiós". Pero no sabía como... No. No lo sabía y menos aún conseguí irme.
Ay, cielo.
Ahora lo único que intento es pagar el alquiler mientras otros hombres compran mi falso amor.
Mi piel está pálida y mis ojos siguen igual de cansados. Madrid arde y yo con ella. Las nubes forman mi caos, aquel que hiciste en un par de segundos. El humo de algún cigarro saliendo de a saber qué boca cubre mi rostro. Y yo. Con unas medias de rejilla un poco rotas.
Ay, me marchito cual rosa sin agua.
He conocido a tantos hombres y en ninguno de éstos he visto esa luz que veía en tus ojos.
Estoy esperando a que llegue la noche, aunque ni el maquillaje consiga esconder estas estúpidas ojeras y las botas altas que me regaló una de mis compañeras no me cubren del frío que yo misma parezco irradiar.
A pesar de todo, cariño, sobrevivo sin ti. Gracias a las grietas de ciertos matrimonios insatisfechos y a la desesperanza de otros hombres, incapaces de amar, es mi vacío lo que me consume y no el hambre. Mas he de reconocer que me avergonzaría de que vieras en lo que me has convertido, que comprendieras que mi única labor en esto que llaman vida consiste en colarme, aprovechando la oscuridad, en los resquicios dolidos de las rutinas de otros que consideran que con una mera dosis de amor físico verán paliados sus problemas. Aunque reconozco que pocas veces se desengañan. O será un vicio más.
A veces me peleo con alguna que, como yo, pasea su semidesnudez por un Madrid apagado en busca de un billete sucio. He soportado los insultos más crueles, incluso he huido de la policía sin temblar sobre mis tacones. Y todo indiferente.
Pero, cada madrugada, cuando los clientes me abandonan de nuevo en la esquina donde me recogieron, una vez satisfechos sus deseos más humanos, me derrumbo y las lágrimas brotan deshaciendo mi rímmel, helándome el rostro. Desfallezco y lloro, ¿sabes?